1/9/13

El Misterioso Doctor Mercado, capítulo 9

En las cloacas del Estado

Finalmente, Damián había vuelto a encontrar a Dios. Se le había aparecido de repente, al doblar una esquina camino del supermercado. Le ofreció irse a vivir con él y ahora lo tenía en casa, sentado a su lado en el sofá, tomando una cerveza mientras ambos veían la tele.
En la tele aparecía el Presidente del Gobierno, negando cualquier implicación en el Caso Bárcenas y negándose en redondo a dimitir por causa del Caso Bárcenas.
—¿Y dices que esta casa te la han dado como parte del pago de tu nuevo empleo?—Le preguntó Dios.
—Sí, algo así.
—O sea, que no es tuya.
—Pero puedes quedarte. Sólo hay una cama, pero el sofá es cómodo. Bastante más que un nido de cartones en la calle.
—¿Y en qué consiste tu trabajo?
—En lo que consisten todos los trabajos. En hacer lo que te manda el jefe.
—¿Y quién es tu jefe?
—Ésa es una buena pregunta. No tengo ni idea. Nunca le he visto la cara.
—¿Y q ué te manda hacer?
—No puedo decírtelo, es confidencial. Soy como una especie de agente secreto.
—Sí, claro. Y yo soy Dios.
—Tú eres Dios.
—No, no lo soy. Me llaman Dios por acortar Diosdado, que es mi apellido, pero tengo muy claro que no soy Dios. Al menos no ese Dios. Pero en el tiempo que llevo viviendo en la calle he conocido a unos cuantos que creían ser Dios de verdad. Y a un par que se creían Jesucristo, a una Cleopatra que era un tipo de cincuenta años con barba, a dos Napoleones Bonaparte, a cuatro extraterrestres y a tres agentes secretos, dos de la CIA y uno del KGB. Es inevitable, desde que clausuraron los sanatorios mentales para ahorrarse el dinero que costaban, todos los esquizofrénicos con delirios sin familiares que se hicieran cargo de ellos acabaron en la calle, mendigando. Pero pensaba que tú no eras de esos. Pensaba que tú habías acabado en la calle como la mayoría de los de la nueva hornada, por perder el trabajo y la casa.
—No estoy loco, Dios. Todo lo que te he dicho es verdad ¿O de dónde crees que he sacado este piso amueblado y el dinero para comprar las cervezas que te estás bebiendo?
—Vale. Y ¿qué clase de misiones te encomiendan?
—Ya te he dicho que no puedo hablarte de eso. Como mucho, te puedo decir que la última misión fue en Madrid, y allí estuve un par de días.
—Y ¿para quién trabajas como agente secreto?
—También te he dicho ya que no tengo la menor idea.
—¿No trabajarás para el gobierno?—dijo entonces Dios, señalando a la pantalla del televisor, donde el Presidente seguía con su perorata. Damián sonrió, y disimuló la sonrisa dándole un sorbo a su botellín de cerveza. Si a alguien había perjudicado especialmente el éxito de su misión, había sido, sobre todo, al presidente del gobierno.
—No, para ellos seguro que no. Eso lo tengo muy claro.
—Bueno, menos mal. Porque esos cabrones ahora están hablando de bajar todavía más los salarios y recortar aún más las prestaciones. A este paso, pronto va a haber tanta gente durmiendo en la calle que no vamos a tener ni sitio. Y encima, por lo que se deduce de ese famoso caso Bárcenas, son una pandilla de delincuentes que se lo han estado llevando crudo todos estos años.
En la pantalla, en efecto, el presidente del gobierno afirmaba tajante que era necesario bajar aún más los salarios para poder salir de la crisis.
Dios se inclinó en el asiento, para observar la pantalla más de cerca.
—De todas formas, es raro ¿No te parece diferente? Antes era muy aficionado a escurrir el bulto, pero ahora parece como más resolutivo, más seguro de sí mismo.
—Pues ahora que lo dices… sí, ahora tiene como más carisma. Y los ojos son raros.
—Es verdad. Son verdes. Nunca me había fijado que tuviera los ojos verdes ¿No me dijiste que con el trabajo también te habían dado un ordenador?
—Es una tableta.
—Bueno, lo que sea. Métete en Internet y busca fotos antiguas suyas.
Damián así lo hizo.
—Es verdad—dijo—antes tenía los ojos marrones.
Dios murmuró, pensativo.
—Ese no es el auténtico Presidente del gobierno. Y si el auténtico ya era malo…
Dios se levantó del sofá, dejó la botella de cerveza sobre la mesilla y cogió del rincón su viejo petate, su raído abrigo y su saco de dormir.
—¿A dónde vas?—le preguntó Damián.
—Me vuelvo a mi esquina. Gracias por tu ofrecimiento, pero ya son muchos años viviendo en la calle. No creo que lograra conciliar el sueño en un sofá.
—Pero…
—Ya nos veremos—Dijo Dios, encasquetándose su viejo y mugriento sombrero de fieltro y saliendo por la puerta.
Mientras tanto, en una oscura alcantarilla, el verdadero presidente del gobierno avanzaba chapoteando en aguas fecales, iluminándose con el encendedor, buscando una salida a la superficie. Cuando el Doctor M había abierto una trampilla bajo sus pies, se había precipitado al vacío y la oscuridad, y había aterrizado sobre algo blando y sumamente maloliente. Al encender el mechero descubrió que eran los cadáveres de dos enormes cocodrilos, parcialmente sumergidos en aguas fétidas. Al verlos, supuso quesu función debía ser comerse a los que, como él, eran precipitados en aquel pozo. Pero la insalubridad del mismo, que por el olor debía estar conectado con el alcantarillado público, había acabado rápidamente con la vida de los infortunados reptiles. En efecto, explorando las paredes del pozo pronto encontró la entrada a un gran colector, cerrada con una puerta enrejada. Tras no pocos esfuerzos logró arrancarla de sus goznes y, sucio como estaba de excrementos humanos y de podredumbre de cocodrilo, salió al colector buscando una salida, sin encontrarla. Aquello era un laberinto intrincado, maloliente y oscuro. Y lleno de ratas que correteaban, escabulléndose, a su paso.
De pronto, oyó un ruido como de pasos que no podía haber producido una rata. A menos que esa rata pesara más de ochenta kilos.
—¿Quién anda ahí?—dijo el Presidente, tratando de iluminar en derredor con la escasa luz de su mechero.
—¿Puede ayudarme? Soy el Presidente del gobierno y me he perdido…
Una sombra demasiado grande como para ser de una rata, a menos que esa rata midiera más de un metro ochenta, se movió por una esquina, alejándose de la luz de su mechero.
—¿Quién es usted?—dijo el Presidente, cada vez más asustado.
Y en ese momento, la llama de su mechero se extinguió, y se encontró sumido en la más absoluta oscuridad.
Y a su alrededor oía voces que susurraban:
—Es el presidente del gobierno…
—El presidente del gobierno…
—El presidente del gobierno…

Próximo capítulo: El patrón de patronos

No hay comentarios:

Publicar un comentario