11/8/13

El Misterioso Doctor Mercado, capítulo 7

drmercado7

Ninjas en la nieve

El helicóptero sobrevolaba el Mont-Blanch. Bajo ellos y ante ellos se extendía una inmensa pared casi vertical e inmaculadamente blanca, virgen de la huella del hombre. Aquello era demasiado inaccesible. Salvo en helicóptero.
Luis Bárcenas contemplaba el paisaje con satisfacción. Pero más aún le satisfacía contemplar la cara de susto que ponía Monsieur Lesab, su contacto en el Julius Baer Bank, el hombre que recientemente le había puesto pegas a concederle una línea de crédito y una tarjeta platino de saldo ilimitado, a pesar de los muchos millones de euros que él había ingresado en su banco durante los últimos diez años. Hemos sabido que tiene usted un proceso abierto por delito fiscal en su país, le había dicho el muy hipócrita, y que se supiera que le tenemos a usted como cliente podría perjudicar el buen nombre del banco. Como si no fuese sobradamente conocido que su banco había tenido como clientes a antiguos nazis que habían guardado en sus arcas dinero robado a los judíos que habían expropiado antes de la guerra, o a dictadores sudamericanos y africanos que habían esquilmado sus propios países tras bañarlos en sangre. Pero mientras les fueron ingresando dinero el banco no había tenido ningún reparo en aceptarlos como clientes. Y a él tampoco, a pesar de que lo de su proceso en España era cosa sabida desde hacía mucho tiempo, y durante ese tiempo había estado ingresando en Julius Baer cantidades millonarias sin que ni Monsieur Lesab ni ninguno de sus superiores hubiera dicho esta boca es mía.
Para negociar cómo desbloquear la situación había invitado a Monsieur Lesab a practicar el helisky. Y allí estaban, sobrevolando el Mont Blanch vestidos de licra, prestos a lanzarse a la nieve virgen para bajar esquiando por donde nadie más podía esquiar.
—Ahora ¡Salte!—le dijo Bárcenas a su acompañante. El helicóptero estaba sobrevolando la ladera nevada a dos metros escasos de distancia. Los dos hombres, con sus esquíes ya puestos, saltaron sobre la nieve, e inmediatamente iniciaron el descenso.
Tras finalizar la bajada, bebiendo un buen coñac en el refugio ante un buen fuego, y con la adrenalina de Monsieur Lesab circulando por su torrente sanguíneo en suficiente cantidad como para mantenerle en un adecuado estado de euforia, Bárcenas volvería a plantearle lo de la tarjeta y la línea de crédito. ¿El proceso abierto en España? Va a acabar en agua de borrajas, le diría Bárcenas a Monsieur Lesab. Nunca me condenarán por eso. No se atreverán. Conozco tanta mierda sobre el presidente del gobierno, sobre la mitad de sus ministros, sobre la bruja de la secretaria general de su partido y sobre la mayor parte de su cúpula dirigente que removerán cielo y tierra para evitar que tengaque sentarme a declarar ante un juez. Porque saben que, como yo tire de la manta, ellos se hunden. Se lo aseguro, Monsieur Lesab. Antes condenarán al juez que se atreva a procesarme que a mí. Como ya hicieron con el juez Garzon ¿se acuerda?
Aunque Bárcenas debía reconocerse a sí mismo que las últimas noticias que llegaban de España le tenían algo preocupado. Alguien, de alguna manera, había conseguido hacerse con algunos de sus documentos contables y los había filtrado a la prensa. O sea que alguien le había quitado ese as en la manga que se guardaba por si acaso. Bueno, aún le quedaban unos cuantos ases más, guardados en la misma manga. Pero que alguien hubiera filtrado aquello le preocupaba, porque eso removía las aguas antes de lo que le convenía.
Pero bueno, pensó. En el fondo tampoco le venía tan mal: eso les demostraría a sus antiguos compinches el mucho miedo que debían tenerle. Eso les enseñaría.
Entre tanto, a disfrutar de la bajada.
Y no era para menos. Toda aquella inmensa pendiente inmaculada para ellos dos solos. Aunque de pronto se dio cuenta de que no estaban tan solos: a lo lejos, cuatro esquiadores vestidos de negro, y por tanto tan visibles como cuatro moscas sobre un plato de nata, zigzagueaban a toda velocidad, acercándose a ellos ¿De dónde habrían salido? Además, su aspecto era extraño. El equipo que llevaban no parecía muy ortodoxo: vestían amplios jubones negros con capucha, y esquiaban sin palos. Aunque cada uno de ellos enarbolaba una especie de bastón que brillaba al sol…
No eran bastones, reconoció cuando estuvieron más cerca. Eran espadas japonesas ¿cómo se llamaban? Katanas. El nombre acudió a su mente en el momento en que el primero de los esquiadores de negro llegaba a la altura de Monsieur Lesab. El esquiador de negro extendió el brazo, hizo una finta con su katana y le rebanó el cuello a Monsieur Lesab. De su cuello cercenado surgió un surtidor rojo. Su cabeza cayó al suelo y empezó a rodar por la pendiente, dejando un rastro de sangre en la blancura inmaculada de la nieve.
—¡Joder!—exclamó Bárcenas al ver pasar por su lado la cabeza de su ya fallecido banquero, cuyos ojos desorbitados parecían mirarle con asombro. Contrajo la postura para ganar velocidad en el descenso, tratando de huir de aquellos cuatro sicarios de negro que le estaban persiguiendo, enarbolando aquellos enormes cuchillos de decapitar. No se lo iba a poner fácil, se dijo: él era un esquiador muy experto. Empezó a zigzaguear buscando los puntos más difíciles, confiando en poderles ganar terreno de esa manera. Pero los cuatro esquiadores de negro no se le despegaban, e iban ganando terreno poco a poco. En unos segundos lo tendrían al alcance de sus temibles katanas. Han contratado asesinos ninjas para matarme, los muy cabrones, pensó Bárcenas. Como salga de ésta se lo voy a hacer pagar.
Pero nunca se lo podría hacer pagar, pensó, porque ya tenía al primero de los ninjas tan cerca que casi notaba su aliento en el cogote. Y un hormigueo premonitorio en el lugar donde, imaginaba, el filo de la katana penetraría en la carne separando su cabeza de su cuerpo. En ese momento tropezó y cayó rodando, hasta detenerse contra una roca. Es el fin, pensó, viendo acercarse al ninja a toda velocidad, alzando su terrible arma.
Y en ese momento, cuando ya se creía perdido, apareció un helicóptero por el costado de la montaña. Era un helicóptero negro, cuyas aspas no producían ruido apenas. Y se su cabina saltó a la nieve una figura vestida de negro ¿Otro ninja? Pensó Bárcenas.
El recién llegado cayó justo delante suyo. Llevaba una especie de abrigo negro de amplios faldones, de los cuales hizo emerger sendas pistolas, una en cada mano. Con una le disparó al ninja, que ante el impacto de la bala dio una voltereta hacia atrás y cayó tendido sobre la nieve, muerto en el acto.
—Manténgase detrás de mi—le dijo el recién llegado con una extraña voz metálica, volviéndose durante un instante. Un instante en el que pudo ver que, bajo el sombrero negro que lucía, llevaba el rostro cubierto con una especie de pasamontañas del mismo color, con unas extrañas gafas rojas ocultándole los ojos y un extraño bozal metálico que debía producir aquel timbre de voz tan peculiar.
Entre tanto, los tres compañeros del ninja muerto habían llegado a su altura, enarbolando amenazadores sus katanas. El desconocido disparo, casi simultáneamente, tres tiros con sus dos armas, y los tres hombres cayeron sobre la nieve muertos en el acto. Fuera quien fuera, aquel hombre tenía una puntería endiablada, pensó Bárcenas.
—¿Quién es usted?—preguntó.
—Eso no tiene importancia ahora—respondió el desconocido con su extraña voz metálica. Y añadió:
—Mucho más le importa saber quién ha enviado a estos cuatro hombres a matarle ¿Sabe quién es?
—Así de pronto…No…
El desconocido le miró en silencio, durante unos instantes, fijando en él los círculos de vidrio rojo tras los que se suponía que se ocultaban sus ojos, como si le estuviera calibrando. Entonces se arrodilló ante el cadáver más cercano, le abrió la ropa mostrando el pecho desnudo, y sobre el pecho un ideograma chino tatuado: el ideograma 富.
—¿Reconoce el tatuaje?—le preguntó el desconocido.
—Me suena haberlo visto antes… una vez, compartiendo sauna con José María. Él tenía un tatuaje igual que ése en el pecho.
—Es la marca que distingue a los siervos del Doctor M ¿ha oído hablar de él?
Bárcenas calló, al tiempo que sintió un escalofrío recorrerle la espina dorsal. Sí, había oído hablar del Doctor M. Poco y entre susurros, pero lo poco que había oído bastaba para que se le erizara todo el vello del cuerpo.
—El doctor va a por usted—le dijo el desconocido, con su peculiar carraspeo metálico.
—¿Por qué? Yo no le he hecho nada.
—Usted filtró a la prensa ciertas fotocopias sobre la contabilidad B del partido. Y eso interfiere en los intereses del doctor.
—Pero si no fui yo…
—Eso ya no importa. Lo que importa es que el doctor, y todo el mundo, cree que fue usted quien lo hizo.
—Lo negaré todo…
—No, no lo haga. Ahora su única posibilidad de escapar a las garras del Doctor es desmantelar toda su operación. Hablar antes de que consiga silenciarlo.
—¿Y cómo voy a hacer eso?
—Usando esto.
Tras decir eso, el desconocido sacó de debajo de su abrigo un fajo de carpetas de distintos colores, y las lanzó sobre la nieve, ante sus esquís. Bárcenas las recogió y las examinó por encima: contenían gran cantidad de documentos comprometedores, provenientes de sus propios archivos. Los archivos que almacenaba en el despacho del que disponía en la sede del partido, en la calle Génova de Madrid.
—Consiga que lo arresten y facilítele todo esto al juez. Sólo así conseguirá estar a salvo del Doctor—añadió el desconocido.
—¿Cómo ha conseguido todo esto?—preguntó Bárcenas.
—Eso tampoco tiene importancia ahora—respondió el desconocido.
Mientras tanto, el silencioso helicóptero negro se había acercado. De su cabina se descolgó una escala de cuerda, a la que el desconocido se aferró con una mano. Entonces el helicóptero se elevó, llevándoselo consigo. Bárcenas los contempló empequeñecerse en el inmenso cielo azul por encima de los Alpes suizos.

Próximo capítulo: Presidente Mercado

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