20/5/13

El Misterioso Doctor Mercado, capítulo 1

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El visitante de la canciller

—No encienda la luz, canciller—dijo, desde lo más hondo de las tinieblas del despacho, una voz suave y sin embargo autoritaria, en un perfecto alemán con un ligerísimo acento británico, de Oxford. Era la voz de alguien acostumbrado a no tener que alzarla para conseguir ser obedecido. Era la voz inconfundible del Doctor M.
La canciller sintió miedo, pero no asombro. Pues nada más abrir la puerta había presentido su presencia en la oscuridad; antes aún de haber olido el sutil aroma a jazmín y loto que solía acompañarle, antes de oír su voz inconfundible, con su sutil acento británico, sorprendente por cuanto la lengua materna del doctor debía ser, sin duda, el mandarín. Pero en una u otra ocasión le había oído hablar—dar órdenes, más bien— en francés, italiano, sueco, español, griego, danés y ruso, siempre con absoluta corrección y siempre con aquel ligero acento. Quizá, pensó la canciller, porque el doctor había aprendido las lenguas europeas que dominaba durante sus estudios en Oxford.
Con la mano detenida sobre el interruptor de la luz, sin atreverse a accionarlo, escudriñó las tinieblas, con poco éxito. Era de noche, y además el amplio ventanal, desde el que se veía el edificio de la antigua cancillería, tenía las cortinas corridas. Pero allí, donde debería estar su mesa, le pareció distinguir dos ojos brillando en la oscuridad, como los de un gato. Entonces el doctor encendió la luz de sobremesa, iluminando así su rostro felino, satánico, arrancando destellos verdes de sus ojos almendrados. Aquella nueva fuente de luz, aunque escasa, perfiló los contornos de los muebles y reveló la presencia de un bulto negro que montaba guardia junto a la puerta, al lado del interruptor que la canciller no se atrevía a accionar. Era uno de los muchos guardaespaldas del doctor, embozado en ropas negras que sólo dejaban sus ojos orientales al descubierto. Y de las que sobresalía el intranquilizador mango de una katana.
La canciller permaneció en silencio. No osó preguntar cómo un chino de dos metros vestido con una túnica amarilla—el color reservado a la familia imperial, cuando aún había familia imperial en China— escoltado por un ninja habían logrado entrar en la cancillería sin ser vistos ni detectados por los numerosos sistemas de seguridad. Sabía que el Doctor tenía una sorprendente habilidad para ejecutar ese tipo de proezas. Y, de todos modos, de habérselo preguntado, no se habría dignado responder. Cuando alguien comparece ante aquel hombre no es para hacer preguntas, sino para responderlas.
—De rodillas, canciller—dijo entonces el doctor.
—¿Co-cómo?
—De rodillas.
El brillo de sus ojos verdes se veló de súbito. Era algo que ya había visto antes. Aquellos ojos felinos parecían estar dotados de una membrana nictitante, como los de los gatos y las aves de presa. Una característica insólita en un ser humano—una mutación, tal vez— que dotaba a su mirada de un matiz sumamente inquietante. Aterrorizador, incluso.
La canciller se arrodilló sin titubear. Ella, que gobernaba la nación más poderosa de Europa y una de las más poderosas del mundo. Pero mucho más poderoso era el hombre que tenía en frente, escrutándola con ojos que ardían con fuego verde.
Notó que el ninja se ponía a sus espaldas. Le imaginó con la mano sobre la empuñadura de la katana. Lo cual era aún más inquietante que la mirada velada del doctor, que había vuelto a ser límpida.
El doctor se levantó, alzando la imponente majestad de su elevada estatura. Se acercó a ella, caminando despacio. Alargó una mano, y con la larga uña de su dedo índice le abrió el escote de la blusa, mostrando el ideograma 富 que ella llevaba tatuado sobre su pecho izquierdo, y que correspondía al nombre original del Doctor.
—Ah, sigue ahí—dijo éste—Me preocupé al ver las fotografías que le hicieron durante la inauguración del Teatro de la Ópera de Oslo, con aquel vestido de noche tan escotado que usted lucía. El tatuaje no aparecía por ningún lado ¿Cómo…?
—Maquillaje.
—Ah. Por supuesto.
—¿Era eso todo lo que le preocupaba, Doctor?
—No, canciller. Me preocupan mis negocios en el sur de Europa. No avanzan a toda la velocidad que debieran. Y en eso—sus ojos volvieron a velarse de súbito—usted tiene gran parte de culpa.
—No le entiendo, Doctor. Media Grecia ha sido comprada por grandes empresas multinacionales, en subastas cerradas con un solo postor: la empresa pública gestora de los puertos de mar, la distribuidora estatal de gas, la empresa de loterías y apuestas del Estado… hasta el servicio de correos. Y estoy segura de que todas esas multinacionales las controla usted de una u otra manera.
El doctor hizo ondear, en un gesto displicente, una mano de afiladas uñas, que más parecía una estilizada garra.
—Grecia no me preocupa. Ya no. Me preocupa que usted esté desobedeciendo mis órdenes.
—Yo no estoy desobedeciendo sus órdenes, Doctor…
—Le ordené imponer una política de austeridad estricta. Y usted está permitiendo que el Banco Central Europeo y el gobierno francés la desobedezcan.
—Me encargaré de ello, Doctor.
—Más le vale, canciller. Y también empieza a preocuparme España. Usted me aseguró que ese estúpido al que, siguiendo su consejo, ayudé a ganar las elecciones, era dócil y obediente.
—Y lo es. Es dócil y obediente. Come de mi mano como…
Iba a decir “como yo de la suya”, pero el último y muy escaso resto de dignidad que aún conservaba le impidió pronunciar la frase. O quizá no fuese dignidad, sino sólo vergüenza.
—No actúa lo suficientemente deprisa. Ni con la suficiente contundencia.
—Hay que darle tiempo, Doctor. Es un hombre lento y con poca iniciativa. Hay que ir empujándole.
—Pues empújele, canciller. Empújele. O volverá a tener noticias mías.
Y, diciendo esto, el Doctor M. apagó la luz. El despacho quedó de nuevo sumido en las tinieblas. Tras unos segundos arrodillada en silencio en la oscuridad, la canciller se atrevió a hablar.
—¿Doctor?
No obtuvo respuesta. Dejó pasar unos segundos más antes de levantarse. A tientas, se acercó al interruptor y lo accionó. La luz iluminó las paredes blancas del despacho sobrio y funcional, los pocos muebles de oficina negros y cromados, el escritorio ovalado, el retrato de Konrad Adenauer colgado en la pared, junto a la bandera, las cortinas que tapaban el gran ventanal desde el que podía verse el edificio de la antigua cancillería.
El Doctor y su guardaespaldas no estaban. Se habían desvanecido sin ruido y sin dejar rastro, como si nunca hubieran estado allí.
Salvo por un leve aroma a jazmín y loto que aún flotaba en el aire.

Próximo capítulo: “Ahora su vida me pertenece”

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